Alcmeón – Revista Argentina de Clínica Neuropsiquiátrica

El caso Gabriela. Nació en 1958. Siempre fue de carácter taciturno y tímido, especialmente en comparación con sus hermanas, más vivaces y sociables. Las compañeras del colegio secundario la describen como una muchacha rara, que no participaba en las actividades habituales de las adolescentes, siempre con rostro triste. Cumplió sus estudios sin brillantez e inicia el aprendizaje de las ciencias naturales que muy pronto abandona a causa de la solicitud de su novio para atender una panadería de la familia. Este lazo se rompe al poco tiempo fundamentado en las continuas infidelidades del pretendiente. Pese a esto nunca más retomará sus estudios. Comienza a trabajar en una fábrica de panificaciones de la cual su padre es socio, pero nunca más de dos veces a la semana, faltando aún así reiteradamente por serle dificultoso iniciar las actividades a la mañana.

Su grupo de amistades es el de sus hermanas y el propio del barrio donde ha vivido. En 1987 se casa con uno de los muchachos de ese grupo. Cocainómano y violento, su matrimonio se torna una tortura, además por el constante abandono del hogar que hace el esposo. Sin embargo, ella lo recibe y cuida en cada regreso. Colabora activamente en la construcción de su casa.

Tanto la paciente como su familia refiere que el cuadro se inicia bruscamente “el 26 de octubre de 1996”, a los 37 años, en el curso de una reunión familiar (“todo fue por si había o no manteca en la heladera”), inicia un llanto imposible de mitigar, “una crisis que venía del alma”, “como que eran cosas que me superaban”. A los tres días ya se manifiesta como agitación angustiosa y al 4 de noviembre debe ser internada por vez primera por doce días. Siente angustia y padece insomnio. “Siento violencia en las manos, me tengo miedo, quiero romper cosas”. Dice sentirse deprimida, pero que así ha sido a lo largo de su vida; tiene problemas con su esposo y sus padres pero no justifica en esto su estado. Luego de un mes persiste su estado pero con menor intensidad regresando a su trabajo. Inicia tratamiento con 50 mg. diarios de amitriptilina sin lograr una mayor modificación en su estado, más allá de las variaciones espontáneas del curso.

De agosto a octubre de 1997 debe permanecer internada. En su historia clínica se escribe: “descompensada y alucinada”. Mejora espontáneamente. El 25 de enero 1998 fallece su esposo.

Es internada nuevamente de mayo a junio de 1998, donde conozco a la paciente. Malhumorada e irritable. Amenaza a su familia con suicidarse si no la retiran en oposición a la opinión de los médicos. “No sé por o qué estoy internada si yo estoy bien”. No se siente deprimida. Lleva una amenorrea de 8 meses, “cuando me retiré de acá”. “Estaba todo bien, estaba trabajando y esto me va a deprimir más”. Dice odiar su casa, su trabajo, la comida de la fábrica, pero no puede decidirse a cambiar de actividad. Acepta tener “malos pensamientos”. Cree que su esposo espera que se una a él y para eso debería quitarse la vida, pero sus convicciones religiosas se lo impiden, piensa que su alma sería condenada por un suicidio. Respecto a alucinaciones sólo admite escuchar una voz que la llama.

Una vez externada sigue con una quejosidad mórbida y monotonía. Buena humedad en conjuntivas y llanto con lágrimas. Tenía crisis de llanto mientras “sentía que tenía alguien adentro”. Pasa bien su cumpleaños aún a los ojos de la familia pero la queja sigue, dice que en su casa se encuentra “llorando todo el tiempo, la angustia me agarra a la mañana y a la tardecita, en cama me siento bien”. Ideas obsesivas de carácter angustioso, recuerdos impuestos de la muerte de su esposo. Por momentos cambia la justificación de su llanto del fallecimiento de su esposo a la incertidumbre de su futuro. Reconoce estas ideas como propias, pese a quejarse de ellas. Puede reír si se le bromea.

De septiembre a fines del ‘98: Mejora luego de un acmé de la angustia. Disminuyen los pensamientos sobre su esposo. Ante la mejoría dice haber pasado “dos día de tristeza”, “tres días de angustia con el recuerdo de su esposo”. Todo esto sin fundamento. Llora sin angustia la pérdida de su esposo. Su aspecto triste es permanente. Va al trabajo en auto “por fiaca”. “No me siento bien, no tengo fuerzas… todo me supera. Esto de la muerte (la de su esposo) no lo supero. Siento como que la fuerza me saliera de las manos (con sentimiento hostil)”. “Mi perra es la que me saca una sonrisa”. Usa anteojos oscuros en todo momento y lugar. Ingiere sedantes para dormir la mayor parte del día. Abandona su trabajo, “me siento mejor así”. Sin angustia. Apática. “Lloro, me agarran crisis”.

A fines de 1998 se desmejora y debe ser internada. La recuperación se produce espontáneamente a los pocos días pero sigue la queja, la hipobulia y el deseo permanente de estar en cama. Hay momentos en que está bien pero se queja igual: “Miré películas, fui a bailar, a tomar algo”.

En 1999: Leve mejoría. Malhumorada. Vacaciones. Regresa de vacaciones y desaparece su mejoría. “Por cualquier cosita lloro”. Monotonía. “Necesito siempre que haya alguien alrededor mío, o escuchar que hay alguien hablando”. Crisis cortas de llanto al despertar. Falta de impulso. “Estoy llorando muchísimo. Lloro por mi marido”. Reaparece luego, la actividad espontánea. Menos angustia. 18-10-99: Llama a la guardia, refiere no poder controlar su llanto, solicita que alguien le hable.

En resumen, la paciente si bien tiene un aspecto triste, no manifiesta verdaderamente un impulso afectivo profundo. Cursa con oscilaciones distímicas que al inicio tenían el carácter de irritables y luego angustiosas. Tiene un empobrecimiento en sus manifestaciones ideativas, pero su actividad intelectual elemental está poco comprometida.

En la madre de la paciente, también enferma mental, tampoco puede precisarse el inicio de la sintomatología. Siempre realizó consultas bajo la queja de depresión y como depresiva ha sido considerada por médicos y familia, pero nunca aceptó tratamiento psiquiátrico. Nunca ha sido internada, pese a tener periodos de incremento de su distimia con reclusión en cama. Permanentemente exaltada, transmite su queja sobre todo número de nimiedades sin distinguir aquello verdaderamente dramático. Con megafonía, escandalosa, patética y monótona. Reclama la asistencia de sus hijas pero, cuando ellas llegan a verla las aleja con insultos. Se ocupa de su aseo personal pero no así del de su hogar, por lo que vive en una casa en ruinas.